domingo, 6 de junio de 2010

CÓMO SEPARAR LO POSIBLE DE LO IMPOSIBLE


A casi todos nos ha sucedido en un momento o en otro. De pronto se presenta una oportunidad que parece ofrecer grandes promesas de logros financieros o de un adelanto en la carrera. Invadidos por la emoción y el entusiasmo de la situación, saltamos hacia esa oportunidad sin pensar ni evaluar previamente las posibilidades de que tengamos éxito, ¡y fracasamos por completo! En ocasiones podemos reflexionar en nuestro fracaso y si se trató de algo de menor importancia, nos encogemos de hombros con una sonrisa, olvidándonos de ello. Pero las más de las veces, los resultados de nuestra imprudente aventura pueden dejar cicatrices de fracaso que permanecen con nosotros a todo lo largo de nuestra vida.

Una de las premisas básicas de esta universidad es la aceptación de nuevos desafíos y una constante elevación del horizonte de sus ambiciones, primordialmente porque desde hace largo tiempo se ha establecido que todos empleamos sólo un pequeño porcentaje de nuestro talento. Sin embargo, sin cierta ayuda y guía, la mayoría es incapaz de aprender a distinguir esa delgada línea que divide el reino de lo posible del de lo imposible, de manera que a menudo tropezamos y caemos, castigados y vencidos por empresas que debimos rehuir.

J. Paul Getty había acumulado su primer millón de dólares a los veinticuatro años de edad. Cuatro décadas después se le aclamaba como el hombre más opulento de la tierra, después de amasar su fortuna, que sobrepasaba los mil millones de dólares, gracias a su tan envidiada capacidad de evaluar a fondo cualquier situación antes de invertir en ella su tiempo o su dinero.

En esta importante lección tomada de su libro, The Golden Age, el señor Getty le enseñará una sencilla técnica que le permitirá sopesar cualquier oportunidad que se presente contra los recursos de que dispone, de tal manera que pueda incrementar sus posibilidades de tomar la decisión correcta antes de apresurarse a aprovecharla.

¿Cuándo fue la última vez que escuchó una conferencia pronunciada por una persona varias veces millonaria?

Desafortunadamente, incluso después de que se han salvado los principales obstáculos y barreras iniciales en la línea de salida, la senda hacia una vida plena y feliz todavía no es una súper carretera lisa y llana. Aún tiene desviaciones, curvas ciegas, cruces de caminos, casetas de pago y sobre todo, restricciones reglamentarias.

Muy pocos individuos, ya sean filósofos o ignorantes, magnates o mendigos, están en libertad de cruzar una vía pública cuando mejor les place. Por lo menos, no mientras se encuentren con más tráfico a lo largo del camino y encuentran que es necesario coexistir e interactuar con los demás seres humanos.

Es verdad, aquí, como en todo, hay excepciones para la regla de que los seres humanos tienen que obedecer ciertas normas. Una persona puede tomar un atajo hacia algún remoto paso en la montaña y allí disfrutar de una "absoluta libertad", pero sólo a nivel de la Edad de Piedra y únicamente en tanto que la persona permanezca completamente aislada y sea autosuficiente. Porque en el momento en que el anacoreta necesite aunque sea un mendrugo, un trozo de tela o un clavo de otro ser humano, automáticamente renuncia a cierto grado de su libertad al sujetarse a determinados términos y condiciones establecidos por otra persona o por la sociedad como un todo.

Ya que entre nosotros no hay muchos que alberguen un apetito por una dieta de raíces y moras silvestres y de un guardarropa de pieles de animales primitivamente curtidas o de una morada en una cueva, para una abrumadora mayoría queda el hecho de que es necesario reconocer y respetar los reglamentos, normas y realidades de la civilización. A fin de calificar como miembros operantes de nuestra sociedad, las personas necesitan, por consiguiente, tolerar ciertas intrusiones de dicha sociedad en sus libertades individuales. El fracaso para hacerlo da por resultado que se impongan determinadas penalidades.
Por ejemplo, a un ciudadano se le prohíbe, su pena de castigo, que cometa un robo o un acto de bigamia, que defraude o estrangule a su vecino, que luche en un duelo a muerte o que falsifique un título de propiedad. Y para el caso, al ciudadano promedio ni siquiera se le permite un absoluto libre albedrío para disponer de sus propias ganancias personales; una gran variedad de autoridades de impuestos les deducen automáticamente de ellas una porción considerable, o bien, él mismo debe pagar sus impuestos.

Sí, ciertamente, se pretende que todas estas restricciones y reglamentos y otros similares protejan la seguridad y el bienestar de la ciudadanía y preserven nuestro sistema y estructura sociales. No obstante, aun cuando no sea más que en teoría, estas son transgresiones al concepto de la Absoluta Libertad Individual.

Con toda justicia, debemos reconocer que la persona promedio está consciente de tales restricciones y que en gran parte se somete a ellas, dejándose guiar sin una protesta excesiva. Pero paradójicamente, se conforma todavía en una forma más voluntaria con muchas otras limitaciones menos patentes, más generalizadas y decisivas que nos imponen a todos, aun cuando su existencia misma, por no decir nada de sus efectos operativos, sólo reconoce conscientemente una insignificante minoría.

Como un ejemplo, a pesar de que el norteamericano promedio disfruta de una amplia libertad de elección y de decisión en casi todas las áreas de sus actividades, de ninguna manera es una gente enteramente libre cuando se trata de fijar el curso de su vida. Se ve sujeto a una profusión de fuerzas, factores y circunstancias a las cuales debe responder y reaccionar. Y si acaso, apenas comprende que producen y gobiernan sus decisiones y acciones más importantes, aun cuando frecuentemente las incitan u obligan.

Quienes podrían considerar que todo esto es discutible, harían bien en reconocer que durante el curso de toda su vida es necesario que muestren más o menos cierta tolerancia y que hagan algunos ajustes, concesiones y compromisos simplemente para sobrevivir, y todavía más, si esperan elevarse por encima de la masa anónima. A menudo, cuando esas personas se enfrentan a una elección de opciones, se ven obligadas a renunciar a lo que normalmente sería su primera elección y tienen que contentarse con alguna alternativa o medios, y sólo entonces pueden proceder a tratar de obtener el mejor partido de ellos.

Por experiencia propia sé muy bien todo esto. Cuando joven, mi ambición y mayor deseo era ingresar al Servicio Diplomático de Estados Unidos y, siempre y cuando me lo permitiera mi carrera, me dedicaría a una vocación secundaria de escritor. Probablemente, lo habría logrado, de no ser por el hecho aparentemente inconexo de que era hijo único.

Eso significó toda una diferencia decisiva. Alguien tenía que encargarse de los negocios de mi padre, George F. Getty, levantados a lo largo de muchas décadas de ardua y dedicada labor. No era que yo fuese el candidato más adecuado, ni siquiera el más lógico; simplemente sucedió que era el único disponible.

Le aseguro que la idea de estar al frente de un negocio de regular tamaño y con gran éxito no solamente estaba muy lejos de mis ambiciones originales, sino que era un prospecto formidable y perturbador. Las responsabilidades y problemas concomitantes no sólo eran grandes, pesados y ominosamente opresivos, sino que además no había salidas de emergencia por las que sin cargo de conciencia pudiese evadirme, sobre todo teniendo en cuenta que también estaban involucrados la seguridad y el bienestar de mi madre.

En consecuencia, abandoné mis planes largo tiempo acariciados e hice una carrera en el mundo de los negocios, en vez de dedicarme al servicio diplomático. Una vez que tomé esa decisión, no me permití el lujo masoquista de los persistentes arrepentimientos. Difícilmente podía hacerlo, en vista de las tareas que debía emprender.

Reconozco que ese “juego” no fue mi primera elección, sino una a la cual las circunstancias sobre las que tenía un escaso control me enviaron corno jugador sustituto. No obstante, y haciendo caso omiso de la forma en que llegué allí, estaba en el juego y ya había sonado el silbato para iniciar el partido. A partir de entonces, me incumbía participar en él con todas mis energías y en una forma activa, manteniendo la pelota en movimiento.

Para evitar cualquier malentendido, quiero apresurarme a negar cualquier intención de hacer alarde o pretender que poseo cualquier virtud. Simplemente me uso como un ejemplo conveniente para respaldar dos argumentos. En primer lugar, que a pesar de que un individuo no siempre puede tener o hacer aquello que más desea, sin embargo con toda seguridad puede adaptarse o aclimatarse a una alternativa razonable o a un medio racional. En segundo, aún así puede encontrar placer y satisfacción en su ocupación y disfrutar de la vida y de su forma de vivir.

La experiencia me ha demostrado que no hay nada más vano o carente de sentido de desperdiciar nuestras energías lamentándonos e imprecando contra la necesidad de hacer compromisos y concesiones en la vida. Eso equivaldría a despotricar y enfurecernos contra las leyes que prohíben la mutilación criminal y el asesinato, sólo porque la persona encargada de los pronósticos del tiempo anunció equivocadamente un cielo despejado y un repentino chubasco nos arruinó un día de campo familiar.

Después de todo, muy rara vez la aceptación de un individuo de las cosas inevitables se compara con una rendición abierta e incondicional. Y tampoco implica, necesariamente, que de allí en adelante deba renunciar a ¿us aspiraciones y ambiciones más arraigadas, condenándose a un total abatimiento.

Por una parte, los individuos con imaginación y recursos ampliarán la base y estructura de su situación a fin de proporcionar suficiente espacio y oportunidad para realizar sus ambiciones y satisfacer sus deseos en esa estructura más extensa. Por otra parte, nunca es "demasiado tarde" para que los hombres y mujeres animosas y emprendedoras se levanten por encima de lo que consideran una rutina y cambien a una carrera enteramente diferente o desarrollen nuevos intereses que satisfarán sus más recónditos anhelos.

Sin embargo, y en todos los casos, una consideración primordial es que durante gran parte de su vida adulta, el individuo promedio avanzará en dos diferentes esferas de la existencia, que, no obstante están superpuestas e interrelacionadas: la “vocacional” (la que involucra su trabajo) y la personal. Y para bien, mal o en una forma indiferente, cualquier situación vocacional o de la carrera tiene la probabilidad de ejercer presiones significativas y más o menos formativas sobre la filosofía de la vida y los patrones de vida de un individuo.

Una persona que no aprende nada del medio ambiente en el cual pasa poco más o menos cuarenta horas cada semana y que tampoco asimila nada de él y permanece ciegamente impenetrable a su influencia, es tan rara que podríamos considerarla como un ser único. Es muy improbable que nadie pueda borrar por completo de su mente su “trabajo” al salir de la oficina o al cruzar las puertas de la fábrica. Prácticamente todos "hablan de su oficio" fuera del trabajo; tan solo esto parecería demostrar que los pensamientos e impresiones "se llevan a casa". Ya sea que estas influencias ocasionales sean visiblemente predominantes o engañosamente sutiles depende de innumerables factores, pero sin lugar a dudas tienen sus efectos y para ilustrarlo, confío en lo notoriamente sencillo y obvio.

El piloto de un avión que hace el recorrido trasatlántico y el comprador de un almacén de mucha categoría probablemente tienen ingresos comparables, pero no es muy probable que sus filosofías y sus vidas privadas sean semejantes. El maquinista que tiene el turno de noche y el animador de una estación de radio que trabaja desde la media noche hasta el amanecer, tienen un horario irregular, pero cada uno de ellos desarrolla su propia manera de pensar y sus patrones de vida, y éstos a su vez, tendrán muy poca semejanza con los del farmacéutico de la esquina o del gerente del supermercado local. Una secretaria particular y una enfermera titulada son mujeres y posiblemente ambas poseen instintos y cualidades femeninas básicas, pero me siento inclinado a dudar si sus puntos de vista y sus perspectivas, así como sus patrones de vida, sean ni remotamente idénticos.

Y, según mi opinión, una buena parte de esas diferencias podría imputarse razonablemente a las influencias de las situaciones y experiencias de trabajo.

Considerando todo esto, creo que la mayoría de nosotros, si somos suficientemente honestos, reconoceremos que los seres humanos en realidad no son tan dueños de su suerte y capitanes de su destino como les agrada creer. Y sin embargo, nadie puede negar que, dentro de los límites que íes han impuesto, poseen una libertad y ciertas prerrogativas para hacer lo que quieran, y puedan hacer, consigo mismos, con sus vidas y con sus carreras.

Algunos, y esto es deplorable, pero cierto, no harán nada, no avanzarán hacia ninguna parte y serán abyectos fracasos en una o en ambas esferas de su existencia y, en ocasiones, en ambas, exclusivamente porque se rehúsan a hacer el esfuerzo requerido para hacer algo más o mejor. Para esos individuos, el resto de nosotros sólo puede dirigirles poco más que una mirada casual o, si nos sentimos inclinados a hacerlo, un apenado movimiento de cabeza.

Otros quizá hagan un esfuerzo honesto y vigoroso, pero fracasarán debido a deficiencias intelectuales o de otra naturaleza o incluso a defectos físicos. Esos individuos, ciertamente, son merecedores de nuestra comprensión y simpatía y, en los casos en que está indicado y justificado, de una mano que los ayude. Hay otros más que alcanzarán el éxito, mayor o menor, dependiendo tanto de sus propias escalas de medición como de sus capacidades en una o en ambas esferas (y por su bien, esperamos que sea en ambas). Aun cuando en algunos casos reciben cierto grado de ayuda de los demás, aun así, su éxito se debe en gran parte a sus propios talentos, esfuerzos y empleo de sus facultades.

Sin embargo, se me ocurre que antes de que cualquier individuo empiece a luchar con extremo ahínco para alcanzar todo lo que aspira en la vida y en su trabajo, tiene derecho a recibir unas palabras de advertencia muy poco convencionales.
Basando mi opinión en años de observación y experiencia, he llegado a la conclusión de que el número de individuos que fracasan porque tratan de hacer demasiado es casi igual al de los que fracasan porque no hacen lo suficiente.

Sí, lo sé, quizá esto suene un tanto paradójico y con cierto dejo de herejía, pero desafortunadamente es verdad en el caso de muchas personas. Sus debilidades básicas pueden ser descritas muy brevemente. En cualquiera, o en ambas esferas de su existencia, la "vocacional" o la personal, tratan de realizar y de lograr, pero sencillamente son incapaces de determinar lo que es posible conseguir, dentro de su capacidad, y lo que es imposible o está más allá de su alcance, no importa lo mucho que se esfuercen.

Fijan la mirada en un punto demasiado alto y después, con gran desencanto, ven que sus tiros más cuidadosamente dirigidos erraron el blanco.

Todo esto me recuerda a un ejecutivo, a quien caritativamente llamaremos con el nombre ficticio de John Jones y que en una ocasión trabajó brevemente en una de las compañías que controlo. Inteligente, con una educación sólida y una personalidad agradable, con una familia encantadora y buenos antecedentes en trabajos ejecutivos menores en otras empresas, parecía adecuado párala posición de responsabilidad que le asignaron.

La luna de miel fue de corta duración. No transcurrió mucho tiempo antes de que fuese patente que John Jones no sólo estaba fallando en su propio progreso, sino que cada vez se quedaba más atrás, arrastrando consigo a otros ejecutivos de la compañía. La organización entera andaba mal, hundiéndose impotente en una marejada de trabajo acumulado, proyectos retrasados y quejas furibundas de la clientela.

No se necesitó investigar mucho para averiguar cuál era el problema. O bien el nuevo empleo de Jones se le había subido a la cabeza, o trataba desesperadamente de probarse a sí mismo, con el resultado neto de que perdió todo sentido de la proporción. Creía que él y la organización que dirigía podían obrar milagros, hacer cualquier cosa y todo en un lapso de tiempo absurdamente breve.

Cualquier cosa que alguien quería o solicitaba, él la prometía sin vacilar, si no para mañana entonces para pasado mañana, sin falta. Y así, el personal, apremiado y agobiado, libraba una batalla perdida contra lo imposible.

Ahora bien, a pesar de que básicamente soy un hombre de negocios y las consideraciones de negocios deberían venir en primer lugar, me imagino que quizá pude haber conservado en la nómina a John Jones, después de cambiarlo a un puesto de menor responsabilidad. Tenía poco más de cincuenta años y supuse que con una guía adecuada, aún era capaz de realizar una buena labor dentro de alguna categoría ejecutiva inferior.

Muy pronto descarté todas esas nociones cuando se descubrió que Jones no sólo había fallado gravemente en su esfera vocacional, sino que también había convertido su vida personal en un completo embrollo. Adquirió una casa que costaba por lo menos el doble de lo que podían justificar sus ingresos, con un enganche mínimo. Con toda cortesía, pero con firmeza, le pidieron que presentara su renuncia al club campestre del cual era miembro, después de una serie de incidentes muy desagradables. Estaba todavía más hundido en deudas que en trabajos inconclusos y según descubrió una discreta investigación, Jones era un tirano y el terror de su esposa y sus hijos. Se le pidió su renuncia, la cual fue aceptada antes de que se secara la tinta de su firma.

Si hay algo que distinga a esta triste y lamentable saga de sus incontables equivalentes en todos los terrenos, es la contradicción de la lógica aceptada, y generalmente válida, de que la madurez y el desarrollo reducen las posibilidades de tales errores casi catastróficos. Puesto que ya había pasado el límite de los 50 años de edad, yo diría que Jones era una persona suficientemente madura.

Tenía experiencia de la vida tanto en el hogar como en los negocios. Casado desde hacía 22 años, tenía tres hijos de 19, 16 y 14. Su expediente de empleos pasados era inmaculado, reflejando un constante ascenso, aun cuando no espectacular.

Todas esas experiencias debieron producir una persona perfectamente madura y un buen ejecutivo. Supongo que no existe ninguna explicación enteramente satisfactoria, excepto que llegó, vio y fue vencido por sus propias debilidades.

Pero no teman, hay muchos otros John Jones por allí y si acaso sirven para algún fin constructivo, es como advertencias inconfundibles de deténgase, mire y escuche, para todos aquellos individuos que deseen disfrutar de la vida y progresar en su trabajo.

Cualquiera que aspire a tener éxito en las esferas personal y vocacional de la existencia, constantemente debe pesar, medir, calibrar y evaluar a fin de determinar qué puede y qué no puede lograr bajo las circunstancias que prevalecen y con los recursos de que dispone. En síntesis, es esencial separar en ambas esferas el trigo de lo posible de la paja de lo imposible.

La capacidad de distinguir esa-línea con frecuencia tan tenue que divide el reino de lo posible del de lo imposible, muy rara vez es un rasgo innato.

Se adquiere en parte mediante un proceso de tentativas y errores, pero primordialmente, o por lo menos así lo esperamos, mediante el desarrollo de los poderes de razonamiento y juicio. Sin embargo, las siguientes preguntas podrían ayudar un poco como puntos de partida para pensar y considerar:

 ¿Qué es lo que trato de lograr?
 ¿Por qué creo que es posible lo que quiero hacer?
 ¿Qué es lo que me hace pensar que podría ser imposible?
 ¿Qué es lo que puedo ganar, o perder?
 Los factores tales corno mi edad, vigor o estado de salud ¿tendrán alguna relación con los resultados y, a la inversa, puedo sufrir cualquier efecto físico adverso al luchar a fondo por esa idea (o proyecto, o cualquier otra cosa)?
 ¿Podría emplear mi tiempo, esfuerzos y energías con mayor ventaja en otras direcciones?

Por supuesto, estas sólo son sugerencias que se ofrecen como estímulos potenciales para el cerebro. La decisión final está en manos del individuo involucrado.

A propósito de los diversos temas que he abarcado, me agradaría relatarlo que considero una anécdota decididamente apropiada y esclarecedora.

Hace algunos años, me invitó a cenar un hombre famoso por sus vastos intereses y actividades intelectuales y culturales, por su ilimitada energía, su joie de vive y su éxito financiero. En aquel entonces tenía 75 años, pero parecía 20 años más joven, diariamente nadaba y daba largas caminatas y positivamente detestaba el solo pensamiento de retirarse a dormir antes de las 2:00 a.m.

Después de cenar, él y todos sus invitados nos dirigimos al salón. Entre los presentes se encontraba un columnista de una agencia periodística, quien a las claras se mostraba ansioso do combinar los negocios con el placer y de obtener un material de "interés humano" para uno de sus artículos. Empezó a charlar con nuestro anfitrión, felicitándolo con toda cortesía por sus notables logros, por los grandes honores recibidos y por su sorprendente vigor y después, diestramente, transformó la conversación en una entrevista.

“Señor, ha alcanzado tantos éxitos, que tanto la prensa como el público lo llaman un genio. ¿Usted se considera un genio?”, preguntó el periodista.

“¡Santo Dios, no!”, fue la sonriente respuesta, indudablemente sincera.

“Es decir, no a menos de que el “genio” lo constituya el hecho de que hace mucho tiempo reconocí ciertas verdades fundamentales, que por cierto, están al alcance de todos”.

“¿Y cuáles son exactamente esas Verdades fundamentales?”, fue la siguiente pregunta, fácil de predecir.

La respuesta fue honesta y amable, y quizá porque acabábamos de comer hacía unos pocos minutos, se formuló en una figura de dicción orientada a lo gastronómico.

“Yo diría que son cuatro. La primera es que una persona no siempre puede encontrar en el menú todos los platillos que desea. La segunda es que, sin embargo, casi siempre puede encontrar una variedad suficiente para satisfacer tanto su apetito como su paladar. La tercera es que cuando come, debe obedece aquel viejo axioma y jamás morder más de lo que puede masticar. La cuarta es que no obstante, eso no debe impedirle que se lleve a la boca un buen bocado, ya que cualquier alimento digno de comerse debe comerse, pues no es para jugar con él ni para mordisquearlo en una forma remilgada”.

Para mi manera de pensar, estas metáforas alimenticias merecen confiarse a la memoria. En algún momento decisivo, cada una de ellas demostrará ser una guía inapreciable para la vida y la forma de vivir.

Todas lo han sido para mí.
En incontables ocasiones.

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