domingo, 6 de junio de 2010

CÓMO RECUPERARSE DEL FRACASO


"La Historia Mágica" se publicó por vez primera en la edición del mes de diciembre de 1900 de la publicación original de éxito Magazine. Creó una sensación inmediata y después de que se hicieron peticiones urgentes para que vol¬vieran a publicarla en forma de libro, se imprimió una pequeña edición de un librito de pasta de color gris plateado.
Dividida en dos partes, la primera relata la historia de un artista arruinado y al borde de la inanición llamado Sturtevant, cuya vida de pronto cambió para bien después de comprar un álbum de recortes por el cual pagó tres centavos y en cuya cubierta encontró lo que él llamó "una historia mágica", escrita por un autor desconocido. Después de contarles la historia a muchos de sus amigos, quienes se beneficiaron con su mensaje, Sturtevant envió al departamento a uno de ellos, que nunca estuvo presente durante sus muchas narraciones, a fin de que leyera la historia en privado.
Ese amigo informó:
Encontré el libro sin ninguna dificultad. Era un objeto pintoresco y de fabri¬cación casera, forrado de cuero sin curtir, tal y como me lo indicó Sturtevant y atado con tirillas de cuero. Las páginas formaban una extraña combinación de papel amarillento, vitela y pergamino, también de fabricación casera. La historia estaba curiosamente impresa en este último material. Era pinto¬resca y extraña. Evidentemente, el impresor la "compuso" bajo la supervisión del escritor. La fraseología era una insólita combinación de amaneramientos literarios de los siglos XVII y XVIII, y las interpolaciones de cursivas y ma¬yúsculas no pudieron originarse en otro cerebro que no fuese el de su autor.
"Al reproducir la siguiente historia", escribió el amigo, "se han eliminado las peculiaridades del tipo de letra, ortografía, etcétera, pero en los demás aspec¬tos se conservó inalterada".
Esta lección, la segunda parte de The Magic Story, impartida por Frederick Van Rensselaer, contiene el texto completo de lo que estaba impreso en esas páginas de pergamino casero. Quizá algún día estas palabras sean tan importan-tes para usted como lo fueron antaño para Sturtevant...
Puesto que por experiencia propia he podido deducir el único gran secreto del éxito en todas las empresas mundanas, y ya que mis días están casi contados, considero prudente ofrecer a las generaciones que me seguirán el beneficio de cualquier conocimiento que poseo. No quiero disculparme por la forma de expresarme, ni por mi carencia de méritos literarios, aunque confieso que esto último es una disculpa. Instrumentos mucho más pesados que la pluma han sido mi dote y lo que es más, el peso de los años ha paralizado hasta cierto punto mi mano y mi cerebro; no obstante, de lo que quiero hablar es de la sustancia que hay en el interior de la nuez. ¿Qué importa de qué forma se rompa la cascara, de tal manera que se obtenga la sustancia y pueda aprovecharse? No dudo que al hablar usaré ciertas expresiones que se han aferrado a mi memoria desde mi in¬fancia; ya que cuando el hombre llega al número de mis años, los sucesos de la juventud tienen más probabilidad de estar más claros a su percepción que los sucesos de una época reciente; y tampoco importa gran cosa cómo se exprese un pensamiento si es sano y útil y encuentra comprensión.
Mucho he fatigado a mi cerebro con la pregunta de cómo describir mejor esta receta para el éxito que he descubierto y me pareció prudente ofrecerla tal y como llegó a mí; es decir, si la relaciono un tanto con la historia de mi vida, con las instrucciones para la aglomeración de las sustancias y proporciono el sazón para el logro del platillo, la comprenderán fácilmente. Puede suceder que los hombres que lleguen a nacer generaciones después de que me haya convertido en polvo, vivan para bendecirme por las palabras que escribo.
En aquel entonces, mi padre era un marino que a temprana edad aban-donó su vocación para instalarse en una plantación en la colonia de Virginia, en donde, algunos años después, nací yo, acontecimiento que tuvo lugar en el año de 1642; y eso sucedió hace más de cien años. Mejor habría sido para mi padre si hubiese atendido al sabio consejo de mi madre de que siguiera el llamado de su vocación; pero él no lo dispuso así y el buen navío que capitaneaba fue trocado por las tierras de las que he hablado. Aquí empieza la primera lección que debe aprenderse:
El hombre no debe pasar por alto cualquier mérito que exista en la oportu¬nidad que tiene en la mano, recordando que mil promesas para el futuro no tienen ningún peso contra la posesión de una sola moneda de plata.
Cuando llegué a los diez años de edad, el alma de mi madre emprendió el vuelo y dos años después de eso mi digno padre la siguió. Yo, por ser su único hijo, me quedé solo; si bien, había unos amigos que durante algún tiempo cui¬daron de mí; es decir, me ofrecieron un hogar bajo su techo, algo que aproveché durante el lapso de cinco meses. De las posesiones de mi padre no recibí nada; pero, en la sabiduría que llegó con los años, me convencí de que su amigo, bajo cuyo techo viví durante algún tiempo, lo había despojado de todo y por consiguiente también me había defraudado a mí.
De la época entre mis doce y medio años de edad hasta que cumplí veinti¬trés no voy a hablar aquí, puesto que esa época no tiene nada que ver con mi narración; pero algún tiempo después, teniendo en mi poder la suma de dieci¬séis guineas que había ahorrado del fruto de mi trabajo, abordé un barco para dirigirme a la ciudad de Boston, en donde trabajé primero haciendo barriles y de allí en adelante como carpintero en los barcos, aunque lo hacía una vez que el navío había atracado; ya que el mar no se contaba entre mis deseos.
La fortuna en ocasiones le sonríe a su futura víctima por pura perversidad de su temperamento. Tal fue una de mis experiencias. Prosperé y a los veinti¬siete años era propietario del astillero en donde menos de cuatro años antes trabajé como empleado. No obstante, la fortuna es una mala mujer que debe ser dominada; no se la puede mimar. Y aquí empieza la segunda lección que se debe aprender:
La fortuna siempre es elusiva y sólo se la puede retener por la fuerza. Trátenla con ternura y los abandonará por un hombre más fuerte. (Pienso que en esto no es muy diferente de algunas mujeres que conozco).
Poco más o menos en esa época, el Desastre (que es uno de los heraldos de los espíritus quebrantados y de la resolución perdida), me hizo una visita. El fuego devastó mis astilleros, sin dejar en su senda ennegrecida otra cosa que no fuesen deudas, las cuales yo no tenía monedas suficientes para pagar. Acudí a mis conocidos, buscando ayuda para empezar de nuevo, pero el incendio que acabó con mi fortuna también parecía haber consumido su simpatía. Así que en un breve lapso de tiempo, sucedió que no sólo perdí todo lo que te¬nía, sino que me encontraba desesperadamente endeudado con los demás; por ello me enviaron a prisión. Es posible que hubiese logrado rehacerme de mis pérdidas, de no ser por esa última indignidad, que quebrantó mi espíritu a tal grado que me dejó totalmente desanimado. Más de un año estuve detenido detrás de los muros de la prisión; y cuando al fin salí, ya no era el mismo hombre feliz, lleno de esperanza, satisfecho de su suerte y confiado en el mundo y en su gente, que había ingresado a ella.
La vida tiene incontables sendas y de ellas el mayor número conduce hacia abajo. Algunas son escarpadas, otras menos abruptas; pero en última instancia, no importa cuál sea su ángulo de inclinación, todas llegan al mismo punto de destino, el fracaso. Y aquí se inicia la tercera lección:
El fracaso existe sólo en la tumba. El hombre, por el hecho de estar con vida, todavía no ha fracasado; siempre puede darse vuelta y ascender por la mis¬ma senda por la cual descendió; y tal vez haya otra menos abrupta (aunque lleve más tiempo lograr) y más adaptable a su condición.
Cuando salí de la prisión, me encontraba en la miseria, no tenía un céntimo. En todo el mundo no poseía otra cosa que las pobres prendas que me cubrían y un bastón que el carcelero me permitió conservar ya que no tenía valor alguno. Puesto que era un trabajador hábil, muy pronto encontré un empleo con un buen salario; pero después de saborear el fruto de las ventajas mundanas, me dejé invadir por el descontento. Me convertí en un ser moroso y taciturno; así que para animar mi espíritu y para olvidarme de las pérdidas sufridas, pasaba las noches en la taberna. No es que bebiera un exceso de licor, excepto en ocasiones (ya que siempre he sido más bien abstemio), sino que podía reír y cantar, charlar y divertirme can mis holgazanes compañeros; y aquí podría incluirse la cuarta lección:
Busque a sus camaradas entre los laboriosos, ya que quienes disfrutan del ocio le minarán sus energías.
En esa época me complacía en relatar la historia de todos mis desastres a la menor provocación, vituperando a quienes culpaba de haberme dañado, porque no se habían dignado acudir en mi ayuda. Y lo que es más, encontraba un deleite infantil en hurtarle a mi patrón unos cuantos momentos del tiempo por el cual me pagaba, y lo hacía todos los días. Una cosa así es más deshonesta que un ro¬bo directo.
Este hábito continuó y se arraigó en mí hasta que amaneció un día en que me encontré no sólo sin empleo, sino también sin ninguna recomendación, lo que significaba que no podía esperar encontrar trabajo con ningún otro patrón en la ciudad de Boston.
Fue entonces cuando me consideré un fracaso. Puedo comparar mi condi¬ción en esa época con algo muy parecido a la situación de un hombre, que al descender por el risco de una montaña, pierde su punto de apoyo y mientras más abajo se desliza, más rápido cae. También he escuchado esta condición descrita por la palabra Ismaelita, que según entiendo es un hombre cuya mano se alza en contra de todos y que piensa que la mano de todos los demás se alza en su con¬tra; y aquí empieza la quinta lección:
El Ismaelita y el leproso son iguales, ya que ambos son abominaciones ante la mirada del hombre, aun cuando difieren mucho, pues el primero puede recuperar la salud. El primero es enteramente resultado de la imaginación; en tanto que el último tiene envenenada la sangre.
No hablaré mucho de la degeneración de mis energías. Nadie tolera mucho tiempo cuando alguien ahonda en sus infortunios (y esta máxima también es digna de recordarse). Baste con añadir que llegó el día en que no poseía nada con lo cual comprar alimentos y vestido y me encontré convertido en un mendigo, salvo en los raros momentos en que podía ganarme algunos peniques o quizá un chelín. Me era imposible encontrar un empleo fijo, así que mi cuerpo empezó a enflaquecer y mi espíritu no era otra cosa que un esqueleto.

Mi condición era deplorable en aquel entonces; no tanto por el cuerpo, la verdad esa dicha, sino por la parte mental de mi ser, enferma de muerte. En mi imaginación me consideraba condenado al ostracismo por todo el mundo, ya que, ciertamente, había caído muy bajo; y aquí empieza la sexta y última lección que debe ser aprendida y que no puede expresarse en una frase ni en un párrafo, sino que deberán adaptar del resto de esta narración.

Vaya si recuerdo bien mi despertar, ya que tuvo lugar por la noche, cuando en verdad desperté del sueño. Mi lecho era un montón de viruta en la parte posterior del taller de barriles, en donde otrora trabajaba por un salario; mi techo era una pirámide de barriles debajo de la cual me había establecido. La noche era fría y yo me sentía helado, a pesar de que paradójicamente soñaba con la luz, el calor y la abundancia de cosas buenas. Cuando relate el efecto que tuvo en mí esa visión, se dirá que mi mente estaba afectada; dejémoslo así, ya que es la esperanza de que la mente de los demás resulte afectada de igual manera, lo que me ha impulsado a emprender la labor de escribir todo esto. Fue el sueño que me llevó a la creencia, no, al conocimiento, de que poseía dos entidades; y que fue mí mejor yo el que me ofreció la ayuda que en vano había suplicado de mis co¬nocidos. He escuchado que se describe a esta condición con la palabra "doble". No obstante, esa palabra no abarca mi significado. Un doble no puede ser nada más que un doble, del cual ninguna mitad posee una individualidad. Pero no voy a filosofar, puesto que la filosofía no es otra cosa que un disfraz para decorar la figura de un hombre de paja.

Es más, no fue el sueño en sí lo que me afectó, sino la impresión que me causó, y la influencia que ejerció en mí, logró mi liberación. En una palabra, entonces, alenté a mi otra identidad. Después de afanarme avanzando a través de una tempestad de nieve y viento, atisbé por una ventana y en el interior vi a ese otro ser. Lucía un aspecto sonrosado de salud; delante de él, en la chimenea ardía un gran fuego de troncos; en su porte había un poder y una fuerza cons¬cientes; era física y mentalmente musculoso. Llamé a la puerta con unos golpes tímidos y me invitó a entrar. En sus ojos había una sonrisa burlona no carente de amabilidad, mientras que con una seña me indicaba un asiento cerca del fuego, pero no pronunció palabra alguna de bienvenida. Una vez que entré en calor, volví a salir a la tempestad, agobiado por la vergüenza impuesta por el contraste que había entre nosotros. Fue entonces cuando desperté; y aquí viene la parte más extraña de mi narración, ya que al despertar no estaba solo. A mi lado había una Presencia; intangible para los demás, según descubrí más adelan¬te, pero muy real para mí.

La Presencia era exactamente igual a mí y, sin embargo, era sorprendentemente distinta. Las cejas, no más elevadas que las mías, eran no obstante más redondeadas y plenas. Los ojos, claros, francos y llenos de propósito, relucían con entusiasmo y resolución; los labios, el mentón, he allí, todo el contorno del rostro y la figura ofrecía un aspecto dominante y decidido.

Era un ser tranquilo, resuelto y confiado en sí mismo; yo me encogía, inva¬dido por un temblor nervioso y temeroso de las intangibles sombras. Cuando la Presencia se dio la vuelta, la seguí y no la perdí de vista a todo lo largo del día, salvo cuando desaparecía durante algunos momentos detrás del quicio de una puerta, en donde no me atrevía a entrar. En tales lugares, esperaba su regre¬so invadido por una ansiedad nerviosa y un temor reverente, ya que no podía menos que sorprenderme ante la temeridad de la Presencia (tan parecida a mí y, no obstante, tan distinta) al atreverse a entrar a donde mis propios pies te¬mían hollar.

Me parecía también como si a propósito me viese conducido a los sitios y a los hombres ante quienes más temía aparecer; a las oficinas en donde antaño celebraba mis transacciones de negocios; ante los hombres con quienes había tenido tratos financieros. Durante todo el día seguí a la Presencia y por la noche la vi desaparecer detrás de los portales de una posada, famosa por su animación y comodidad. Yo fui en busca de mi pirámide de barriles y viruta.

Durante mis sueños esa noche, ni una sola vez volví a tropezarme con mi Mejor Yo, (ya que fue así como lo llamé) a pesar de que cuando por casualidad despertaba de mi sopor, se encontraba cerca de mí luciendo siempre esa tranquila sonrisa de amable mofa que no podía confundirse con la compasión ni con un sentimiento de condolencia de ninguna clase. Su desdén me aguijoneaba dolorosamente.

El segundo día no fue muy diferente del primero, pues fue una repetición de su precursor y una vez más me vi condenado a esperar afuera durante las visi¬tas que la Presencia hacía a esos lugares a donde hubiese entrado con gusto de haber tenido el valor necesario. Es el temor lo que deporta del cuerpo al alma del hombre y lo convierte en un objeto despreciable. En muchas ocasiones trate de dirigirme a ella, pero las palabras se ahogaban en mi garganta con un sonido ininteligible; y el día terminó igual que su predecesor.

Esto sucedió durante muchos días, uno después de otro, hasta que dejé de contarlos; es más, descubrí que la constante asociación con la Presencia empezaba a producir cierto efecto en mí; y una noche, al despertar entre los barriles y discernir que se encontraba a mi lado, me atreví a hablarle, aun cuando lo hice con una marcada timidez.

"¿Quién eres?", me aventuré a preguntar, y la sorpresa me bizo erguirme al escuchar el sonido de mi propia voz; mi pregunta pareció complacer a mi compañero, y me imaginé que en su sonrisa había menos desdén cuando me respondió.

"Soy lo que soy", fue la respuesta. "Soy aquél que tú fuiste; soy quien puedes volver a ser; entonces, ¿por qué vacilas? Soy aquél que tú fuiste y a quien alejaste por otras compañías. Soy el hombre creado a imagen de Dios, que otrora poseía tu cuerpo. Antaño moramos juntos en su interior, no en armonía, pues eso jamás puede ser, y tampoco en unidad, porque eso es impo¬sible, pero sí como inquilinos comunes que rara vez lucharon por una plena posesión. En aquel entonces tú eras una cosa insignificante, pero te convertiste en un ser egoísta y exigente, hasta que ya no me fue posible morar contigo, por lo cual me alejé. En todo cuerpo humano que nace en este mundo hay una entidad positiva y una entidad negativa. Cualquiera de ellas que se ve favore¬cida por la carne resulta la entidad dominante; entonces, la otra se inclina a abandonar su habitación, ya sea temporalmente o para siempre. Yo soy la enti¬dad positiva de tu ser; tú eres la entidad negativa. Yo poseo todas las cosas; tú no posees nada. Ese cuerpo que ambos habitamos me pertenece, pero está impuro y no moraré en su interior. Purifícalo y yo tomaré posesión".

— ¿Por qué me persigues? —le pregunté a la Presencia.

—Tú me has perseguido, no yo a ti. Tú puedes existir sin mí durante algún tiempo, pero tu senda conduce hacia abajo y al final de ella está la muerte. Ahora que te aproximas al fin, deliberas pensando si no sería atinado limpiar tu casa e invitarme a entrar. Entonces, sepárate del cerebro y la voluntad; purifícalos de tu presencia; sólo con esa condición volveré a ocuparlos de nuevo.

—El cerebro ha perdido su poder —balbuceé—, y ahora la voluntad es débil; ¿podrías repararlos?

— ¡Escucha! —Manifestó la Presencia, irguiéndose por encima de mí, en tanto que yo me acobardaba abyecto a sus pies—. Para la entidad positiva de un hombre, todas las cosas son posibles. El mundo le pertenece, es su heredad. No le tiene miedo a nada, note atemoriza nada y no se detiene ante nada; no pide ningún privilegio, sino que lo exige; domina y no puede arrastrarse; sus peticiones son órdenes; la oposición huye a su paso; nivela montañas, rellena los valles y viaja sobre una planicie en donde se desconocen tropiezos.

Después de eso volví a conciliar el sueño y al despertar me pareció encontrarme en un mundo diferente. El sol brillaba y yo estaba consciente de que los pajarillos gorjeaban por encima de mi cabeza. Mi cuerpo, ayer tembloroso e inseguro, había recuperado su vitalidad y estaba pleno de energía. Miré hacia la pirámide de barriles, sorprendido de que tanto tiempo la hubiese usado como morada y me sentí maravillosamente consciente de haber pasado mi última noche bajo su cobijo.

Los sucesos de esa noche volvieron a mí y busqué a la Presencia cerca de mi. No estaba visible, pero luego descubrí, agazapada en un remoto rincón de mi lugar de descanso, a una insignificante figura, abyecta y temblorosa, con el rostro distorsionado, deforme, despeinado y de aspecto desaseado. Se tambaleaba al caminar y se me acercó tratando de inspirar lástima; pero yo me reí en voz alta, sin compasión alguna. Quizá sabía entonces que era mi entidad negativa y que la entidad positiva estaba en mi interior, aun cuando no lo comprendí en ese momento. Es más, me apresuré a alejarme; no disponía de tiempo para filosofar. Había muchas cosas por hacer, muchas; era extraño que no hubiese pensado en ello el día de ayer. Pero el ayer ya había desaparecido, el hoy estaba conmigo, apenas acababa de empezar.

Como antaño fue mi costumbre cotidiana dirigí mis pasos a la hostería en donde entonces tomaba mis alimentos. Al entrar, saludé animoso con un movimiento de cabeza y sonreí al ver que me devolvían mi saludo. Los hombres para quienes había pasado inadvertido durante meses se inclinaban amables al cru-zarme con ellos en el camino. Me dirigí al baño y luego pasé a la mesa a desa-yunar. Después, al pasar por la cantina, me detuve durante un momento para indicarle al hostelero:

"Ocuparé la misma habitación que tenía antiguamente, si por casualidad está libre. De no ser así, cualquier otra estará bien hasta que pueda darme esa".

Al salir, me dirigí apresurado a la fábrica de barriles. En el patio había un gran carromato y los hombres lo cargaban de barriles para embarcarse. No hice pregunta alguna, sino que tomando los barriles, empecé a lanzarlos a los hombres que estaban arriba de la carreta. Una vez que terminé me dirigí al taller. Había un banco desocupado y reconocí que nadie lo usaba por toda la basura acumulada encima de él. Era el mismo en el que antes trabajaba. Despojándome de mi saco, pronto lo limpié de impedimentos. Un momento después estaba sentado con el pie en el pedal de la palanca, desbastando duelas.

Fue una hora después cuando el capataz entró a la habitación y sorprendido al verme, hizo una pausa; a mi lado ya había un montón de duelas bien desbastadas, ya que en esos días yo era un excelente obrero; no había otro mejor, pero ¡he aquí! ahora la edad me ha privado de mi habilidad. Repliqué a su silenciosa pregunta con una frase breve, pero clara: "He vuelto a trabajar, señor". Hizo una ' señal de asentimiento y continuó su camino, revisando el trabajo de los demás, aunque de vez en cuando echaba una mirada en mi dirección.

Aquí termina la sexta y última lección que debe ser aprendida, aun cuando hay algo más que decir, ya que desde ese momento volví a ser un hombre de éxito y antes de que transcurriera mucho tiempo era el propietario de otro astillero y había adquirido una buena cantidad de bienes mundanos.

Imploro a quien lea mis palabras que atienda a las siguientes advertencias, ya que de ellas depende la palabra "éxito" y todo lo que implica:

Cualquier cosa buena que desee le pertenece. Sólo tiene que estirarla mano y tomarla.

Sepa que la conciencia de la fuerza dominante en su interior es la posesión de todas las cosas que pueden obtenerse.

No tenga temor de ninguna clase ni de ninguna forma, ya que el temor es uno de los ayudantes de su entidad negativa.

Si tiene alguna habilidad, aplíquela; el mundo debe aprovecharla y por consiguiente también usted.

Haga que su identidad positiva sea su compañera cada día y cada noche; si sigue sus consejos, no podrá equivocarse.

Recuerde, la filosofía es un argumento; el mundo, que le pertenece, es una acumulación de hechos.

Así que vaya y haga aquello que en su interior sabe que debe hacer; haga caso omiso de cualquier cosa que pudiera desviarlo de su propósito; no pida a hombre alguno permiso para actuar.

La entidad negativa pide favores; la entidad positiva los concede. La for¬tuna espera a cada paso que dé; apodérese de ella, átela, reténgala, porque es suya; le pertenece.

Empiece ahora, teniendo en mente estas advertencias. Estire la mano y apodérese de lo positivo, que quizá nunca ha empleado, salvo en emergencias graves. Y la vida es una emergencia de lo más grave.

Su entidad positiva se encuentra ahora a su lado; purifique su cerebro y refuerce su voluntad. Ella tomará posesión. Ella le servirá.

Empiece hoy por la noche; inicie ahora mismo esta nueva jornada.

Esté siempre en guardia. Cualquiera que sea la entidad que lo controle, la otra ronda a su lado; esté en guardia para que no penetre el mal, aun cuando sólo sea por un momento.

Mi tarea ha terminado. He escrito la receta para el "éxito". Si se sigue, no puede fallar. En lo que no se me haya comprendido del todo, la entidad positiva de quienquiera que lea mis palabras compensará la deficiencia; y sobre ese Mejor Yo mío, coloco el peso de impartir a las generaciones por venir el secreto de este bien que todo lo invade, el secreto de ser lo que en su interior tiene capacidad de ser.

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