domingo, 6 de junio de 2010

CÓMO RECONOCER SUS PROPIOS SÍNTOMAS DE FRACASO


Esta lección tal vez le resulte dolorosa. Quizá incluso le haga retrocederse un poco, especialmente si reconoce ciertos rasgos de su personalidad, que pensaba eran bastante inofensivos y que, de pronto, se ve obligado a reconocer que están destruyendo cualquier posible oportunidad que tuviste de alcanzar el éxito, de realizar su verdadero potencial.

Cuando su automóvil sufre una descompostura, solo puede repararse una vez que el mecánico ha determinado cuál es la causa del problema. Cuando usted enferma únicamente puede recuperar la salud después de que el médico ha diagnosticado su enfermedad a través de sus signos y síntomas. Sin embargo, podría ser un fracaso toda su vida
Y nadie estaría capacitado para ayudarlo, simplemente porque se las ha arreglado para disfrazar las razones de su fracaso, a menudo inconsciente, ¡aun de usted mismo!.

El libro Wake up and Live de Dorothea Brande, se publico en el año de 1936, durante lo más severo de la depresión. Fue un salvavidas para una nación que se ahogaba en su propia desesperación, y su mensaje es tan significativo en nuestros tiempos como lo fue durante esos años sombríos.

Presten una atención cuidadosa a lo que dice esta sorprendente mujer, que aprendió a darle a su vida un giro completo, después que descubrió ciertas terribles verdades a cerca de sí misma y de todos nosotros. Y si la verdad le duele debe estar agradecido. Después de todo, ¿acaso no es esa la razón por la cual está aquí? Para aprender acerca de sí mismo, para curarse del fracaso…

Gracias a los discípulos de Schopenhauer y Freud, de Nietzsche y Adler, estamos familiarizados como frases tales como la voluntad de vivir y la voluntad de poder. Estas frases, que en ocasiones rayan en la aseveración exagerada, representan impulsos del organismo hacia la realización y la madurez y corresponden a ciertas verdades de la experiencia con las cuales está familiarizado cada uno de nosotros. Hemos visto a los niños luchando por hacerse sentir a sí mismos y a sus personalidades; como jóvenes, luchamos por la oportunidad de poner a prueba nuestras fuerzas, que apenas empiezan a surgir; después de una prolongada enfermedad experimentamos la oleada de las fuerzas que vuelven. Sabemos que cualquier hombre promedio atrapado en circunstancias desafortunadas tolerará la pobreza, la aflicción y la humillación, en condiciones que un observador a veces consideraría mucho peor que la muerte, y que solo la presencia de la voluntad de seguir viviendo, puede explicar la tenacidad con la cual un hombre, en tales circunstancias, se aferra al simple derecho de respirar y existir. Es más, primero experimentamos y más adelante empezamos a comprender el proceso de madurez en nosotros mismos. El individuo emerge de la infancia a la adolescencia, de la adolescencia a la madurez; y en cada una de esas crisis, encontramos que las actividades e intereses del periodo anterior se ven reemplazadas por las del nuevo, que la Naturaleza prepara a los organismos para su nuevo papel en el mundo, que en realidad nos reconcilia con las nuevas exigencias que nos impone, mostrándonos placeres y recompensas en el futuro estado, las cuales ocuparan el lugar de lo que acabamos de abandonar.

Pero la idea de otra voluntad, de una voluntad equilibradora, la voluntad de fracasar, la voluntad de morir, no es algo que pueda aceptarse tan fácilmente. Durante algún tiempo, uno de los dogmas del psicoanálisis fue, por ejemplo, que ningún individuo podía en realidad, abarcar imaginativamente la idea de que podría dejar de ser. Incluso se afirmaba que los sueños de muerte y las amenazas de suicidio de pacientes con una profunda morbosidad se basaban exclusivamente en ideas de venganza, la explicación era que el paciente se contemplaba a sí mismo como si viviera, invisible, pero capaz de ver el remordimiento y el arrepentimiento ocasionados por su muerte en aquellas personas de quienes pensaba que recibía un trato injusto.

Ciertamente Freud, al analizar a paciente con neurosis de guerra después de la primera guerra mundial, publicó una monografía en la cual declaraba que ocasionalmente se había tropezado con indicios que señalaban un sincero deseo de morir. Esta monografía está llena de una de las mejores especulaciones y sugerencias de Fred; pero en lo que se refiere a la aparición en las psicologías populares, de la idea de que lógicamente podía existir en nuestras vidas una corriente de muerte a lo largo de nuestras vidas, es como si dicha tesis jamás se hubiera sugerido.

Y no obstante, la muerte es un hecho de la experiencia como lo son el nacimiento y el crecimiento; y si la Naturaleza, nos prepara para dar cada nueva fase de la vida, cerrando o clausurando los viejos deseos, y abriendo nuevos panoramas, no parecería demasiado difícil pensar que constantemente nos reconciliamos lenta y suavemente con nuestro futuro renunciando a todo lo que apreciamos y valoramos como criaturas vivientes. Y la renuncia a la lucha, el abandono del esfuerzo, el desprendimiento del deseo y la ambición, serían movimientos normales en un organismo que lentamente está siendo alejado de su preocupación por la vida.

Esta es la razón por la cual tenemos derecho a considerar a la voluntad de fracasar como una realidad.

Ahora bien, si la inercia, la pusilanimidad, la actividad sustituta, el esfuerzo fácil, la inamovilidad y la resignación se encontrarán solo al final de la vida, o cuando nos sentimos desgastados por la enfermedad o la fatiga, si jamás nos obstaculizaran cuando deberíamos seguir el flujo pleno de nuestras fuerzas vitales, no habría razón alguna para combatir esa voluntad de fracasar como si fuese, y ciertamente lo es, el archienemigo de todo lo que hay de bueno y efectivo en nuestro interior. Pero cuando hace su aparición durante la juventud o la plena madurez, es tan sintomática de que algo anda mal, profunda en internamente mal en nuestra vida, como una intempestiva somnolencia es sintomática de una mala salud corporal común y corriente.

Y si fácilmente se le conociera como el villano de negro corazón que es en realidad, cuando se presenta fuera de su debido tiempo, sería muy fácil de combatir. Pero casi siempre nos encontramos totalmente entre sus garras antes de que hagamos poco más que sospechar, en forma extraña y vaga que no todo en nuestro organismo es como debería ser. Estamos tan acostumbrados a hablar de fracaso, frustración, timidez, como si fuesen aspectos negativos, que cuando se nos insta a combatir los síntomas del fracaso, es como si nos invitaran a luchar contra molinos de viento.
Durante la juventud, rara vez reconocemos los síntomas en nosotros mismos. Explicamos nuestra renuencia como la como la timidez natural del aprendiz; pero la renuncia continúa, los años transcurren, y despertamos consternados al encontrarnos con que lo que otrora fue un encantador apocamiento juvenil, ahora se ha convertido en algo bastante diferente, enfermizo y repelente. O bien, encontramos una situación doméstica conveniente que soporte el peso de disculparnos por no habernos dedicado jamás a trabajar con ahínco. No podíamos dejar esto o aquél pariente sólo e indefenso. Después, cuando la familia crece, se dispersa y nos quedamos solos, nos quitan de pronto y sin remordimiento alguno la actividad sustituta en la cual estuvimos tan ocupados, y nos sentimos enfermos y aterrorizados ante la idea de volver a emprender los planes hace largo tiempo abandonados.
O bien, tenemos la mejor de todas las razones para no desempeñarnos tan bien como podríamos. La mayoría de nosotros se encuentra en la necesidad de elegir el trabajo y la iniciación, y el empleo que pudimos encontrar cuando era imperativo empezar a ganar dinero, no es un trabajo para el cual seamos idealmente adecuados. Cuando se ha iniciado la vida matrimonial y la formación de una familia, la necesidad es todavía más urgente. Quizá estaríamos dispuestos a esperar, sufriendo algunos años de escasez, si además de nosotros mismos, nadie sufriera, pero pedirles a otros que lo hagan requiere más egoísmo y más valor del que puede reunir la mayoría de nosotros.
Sobre todo en los Estados Unidos y en otros países de América, en donde la regla son los matrimonios por amor, la mayor parte de los jóvenes inicia la vida de casados contando con muy poco más que su salud, juventud e inteligencia por todo capital. Estamos acostumbrados a pensar que la idea europea de pedir que la familia de la novia entregue una dote, o pequeña suma de dinero, es algo innoble o mercenario. Y no obstante, hay mucho que decir a favor de la insistencia en esa pequeña reserva de fondos monetarios con la cual satisfacer las exigencias de formar un nuevo hogar, y el hecho de que en todos esos países, sobre todo en Estados Unidos, no exista esa costumbre , podría ser una de las razones por las que este último país, esa tan alardeada Tierra de las oportunidades, cuente con tantos hombres y mujeres de edad madura que desperdician su tiempo desempeñando trabajos monótonos, ocupando puestos que no les proporcionan ninguna alegría y contemplando un futuro que, en el mejor de los casos, promete años de monotonía y, en el peor, la pesadilla del desempleo, abrumado por la pobreza.
Esta necesidad de aceptar el primer trabajo que podemos encontrar basta para explicar por qué tan pocos nos las arreglamos para lograr que fructifiquen nuestros planes. A menudo, en un principio, tenemos la firme intención de no perder de vista nuestra verdadera meta, a pesar del hecho de que tenemos que ganarnos la vida desempeñando un trabajo a todas luces incompatible con nuestras capacidades. Planeamos mantener la mirada fija en nuestras ambiciones, trabajando hacia su logro a todo trance, por la noche, durante los fines de semana y las vacaciones. Pero el trabajo de nueve de la mañana a cinco o seis de la tarde es fatigoso y cargante; se necesita una fortaleza de carácter sobrehumana para seguir trabajando solos, cuando el resto del mundo se divierte y cuando en cualquier forma, ni siquiera tenemos la evidencia de que llegaremos a tener éxito si continuamos así. Y de esta manera, sin darnos cuenta de ello, nos vemos arrastrados hacia la corriente de la voluntad de fracasar. Seguimos avanzando, pero sin darnos cuenta de que nuestros movimientos son corriente abajo. La mayoría de nosotros disfraza el fracaso en público, pero lo disfrazamos con más éxito de nosotros mismos. No es muy difícil pasar por alto el hecho de que estamos haciendo mucho menos de lo que podríamos hacer, mucho menos de lo que planeábamos lograr, aun modestamente, antes de llegar a cierta edad, y con toda probabilidad, nunca todo lo que esperábamos. Una de las razones por las cuales es tan sencillo engañarnos a nosotros mismos es que, en alguna parte, a lo largo del camino, parece que silenciosamente llegamos a una especie de acuerdo mutuo en nuestra relación con amigos y conocidos. “no me menciones mi fracaso”, suplicamos tácitamente, “y yo jamás dejaré que salga de mis labios la menor insinuación de que no te desempeñas tan bien como podría esperarse de ti”.
Este silencio pleno de tacto muy rara vez se quebranta durante la juventud o los primeros años de la edad madura. Hasta entonces, convenimos en que en cualquier momento salvaremos el obstáculo. Poco tiempo después el silencio se abandona. luego llega una época en la cual no hay riesgo alguno en sonreír con tristeza, reconociendo que las esperanzas que albergábamos al enfrentarnos al mundo eran demasiado elevadas y con un excesivo tono rosado, en particular aquellas esperanzas que teníamos respecto a nuestro propio desempeño. Una vez que hemos llegado a los cincuenta años, y a veces un poco antes, por lo común no existe peligro alguno en refunfuñar un poco, en un tono apaciguador y semihumorístico; después de todo, muy pocos de nuestros contemporáneos se encuentran en posición de inquirir, “¿por qué no puedes empezar ahora?” Y sin embargo, algunas de las obras más grandiosas en todo el mundo, muchas de las obras maestras irremplazables del mundo, fueron realizadas por hombres y mujeres que ya habían pasado con mucho lo que en una forma demasiado superficial consideramos como la plenitud de la vida.
Y así nos deslizamos por el mundo sin ofrecer ninguna contribución, sin descubrir todo lo que había en nosotros y que pudimos hacer, sin hacer uso de la más mínima fracción de nuestras capacidades, ya sea natural o adquirida.
Si nos las arreglamos para llevar una vida más o menos cómoda, si logramos cierto respeto y admiración, si paladeamos “una breve autoridad” y se nos da un poco de amor, pensamos que no nos ha ido tan mal y cedemos a la voluntad de fracasar. Incluso nos enorgullecemos de nuestra astucia, sin sospechar cuanto hemos sido defraudados, ni hasta qué punto nos hemos conformado con las compensaciones de la muerte, en vez de las recompensas de la vida.

Si el elaborado juego que todos jugamos con nosotros mismos y unos con otros jamás tocará a su fin, jamás se debilitara por un momento, de tal manera que de pronto comprendiésemos que después de todo solo era un juego, la voluntad de fracasar podría impulsarnos suavemente colina abajo, hasta llegar a descansar en sus faldas, y entonces nadie soñaría con protestar. Pero en ocasiones, el juego tiene una forma tal de interrumpirse, justo en el momento más divertido; y de pronto nos preguntamos por qué corremos como lo hacemos, por qué estamos empeñados en jugar al escondite, como si nuestras vidas dependieran de ello; qué sucedió con la verdadera vida que queríamos llevar, en tanto que nos dedicamos a no hacer nada o estuvimos ocupados desempeñando un trabajo que no nos proporciona otra cosa que el pan de cada día.
A veces, ese momento pasa y se olvida hasta mucho tiempo después, si es que alguna vez se recuerda. Pero algunos de nosotros jamás lo olvidamos. Si continuamos con el juego, llega a convertirse en una pesadilla y entonces toda nuestra preocupación es cómo despertar de ella y volver a la realidad. Algunas ocasiones esa pesadilla parece intensificarse; probamos un recodo tras otro de los que parecen conducirnos a la libertad, sólo para volvernos a encontrar en el Jardín de los Espejos de Alicia, e iniciamos de nuevo la búsqueda.
No obstante, podemos escapar; y una vez más, igual que Alicia, al principio tenemos la impresión de retroceder: cuando reconocemos que tal vez sí existe una verdadera voluntad de fracasar y después, que quizá seamos sus víctimas.

LAS VICTIMAS DE LA VOLUNTAD DE FRACASAR

Si la voluntad de fracasar anunciara su presencia con síntomas tan uniformes e inconfundibles como los que nos señalan un sarampión o un severo resfriado, probablemente hace largo tiempo se habría erradicado o se habría ideado una técnica para combatirla. Pero desafortunadamente, sus síntomas son tan variados que forman legión.
Si quisiéramos arrastrar a un calavera metropolitano, de edad madura, que disfruta asistiendo a cenas, bailes y al teatro lejos de ese remolino para presentarlo con un filósofo mal vestido, sin rasurar y además pobretón, que soñara tendido al sol, declarando: “quiero que ambos se conozcan, pues tienen mucho en común”, pensarían que estábamos locos, y sin embargo, tendríamos razón.
El ocioso soñador, introvertido, y el bailarín extrovertido, desde el punto de vista de las circunstancias humanas en los antípodas, están motivados por el mismo impulso; en forma inconsciente, ambos tratan de fracasar.
Sus vidas tienen un común denominador. “No actúes como si te quedaran cien años de vida”, se advertía Marco Aurelio así mismo en sus máximas. Todos aquellos que caen en las garras de la voluntad de fracasar actúan como si les quedaran por delante mil años de vida. ya sea que se dediquen a soñar o a bailar, pasan sus horas más valiosas como si su reserva fuese inagotable.
Pero puesto que existen tantas formas de fracasar como divisiones y subdivisiones de tipos psicológicos, a menudo no reconocemos en nosotros mismos o en los demás la voluntad de fracasar. He aquí una de las incontables formas de “Actuar como si nos quedaran mil años de vida”.
Por ejemplo, están aquellos que duermen diariamente de dos a seis horas más de lo que necesitan para conservar una perfecta salud física. En cualquier caso individual, a menos que las horas de sueño excedan con mucho la cuota normal, es muy difícil estar seguros de si se trata simplemente de una persona que duerme en exceso. Pero cuando entra en escena la nota de la compulsión, podemos estar seguros de haber encontrado a una verdadera victima de fracaso.
Quienes poseen un carácter irascible, o solo viven a medias, si tienen que posponer su acostumbrada hora temprana de retirarse a dormir, todos aquellos que cada mañana cuentan el número exacto de horas que durmieron la noche anterior, deplorando inconsolables cualquier interrupción, cada hora de insomnio, cada vez que suena el timbre de la puerta a una hora intempestiva, buscan en el sueño algo más que su función restauradora. Cuando un adulto todavía prolonga eses horas de sueño durmiendo una o dos siestas al día como rutina, el diagnostico se vuelve muy sencillo.
Enseguida, todavía entre los fracasos inconspicuos, los “introvertidos “, están las personas que parecen caminar en sueños: esas personas que permiten que cierta actividad pase delante de su vista casi sin participar en ella, o que se complacen en actividades que únicamente sirven para matar el tiempo y en las cuales solo toman una parte mínima y muy poco constructiva: los jugadores de solitario, los ratones de biblioteca patológicos, los aficionados a resolver interminables crucigramas, todo ese contingente dedicado a los rompecabezas.
No es muy difícil entre distinguir la línea entre la diversión y la obsesión una vez que sabemos que se encuentra allí.
Los más fáciles de reconocer como amantes del fracaso son los grandes bebedores; podríamos escribir todo un volumen sobre ellos, pero ya hay demasiados. Cuando la bebida es tan constante que es causa de un caminar dormido, o todavía más, de una especie de muerte en vida, la presencia de la voluntad de fracasar es obvia para cualquier observador. Pero hay miles de personas que muestran los síntomas en una forma tan débil que pasan casi inadvertidos: todos los que beben a sabiendas de que eso significará una mañana desagradable al día siguiente, un enfoque vago e impreciso a cada problema hasta que se desvanecen los efectos del alcohol; todos aquellos para quienes cualquier bebida significa una incomodidad física, ya sea aguda o insignificante. Cualquiera que haya aprendido a esperar esas consecuencias y, sin embargo, siga exponiéndose a ellas, se declara convicto del deseo de obstaculizarse así mismo, por lo menos hasta ese grado. No importa cuál pueda ser la bebida en cuestión. Si el café los altera, si no pueden digerir la leche y, no obstante, siguen ingiriendo esas bebidas, quizás escapen de la desaprobación con la que tropieza el bebedor de whisky, pero están dentro de la misma clase. Y es evidente que el hábito desordenado de comer también tiene cabida bajo el mismo encabezado.
Volviendo al tipo activo, podría decirse que los extrovertidos que aspiran al fracaso como si fuese la carrera más importante, encuentran tantas formas de hacerlo que sería imposible hacer el intento de tabularlos a todos. Pero como ejemplos, están todos los incansables asistentes al cine y al teatro, a los bailes cada noche, todos los que consideran que un día perdido es aquel que no hubo un té, una cena, un coctel o una fiesta…No, por supuesto que no hay nada en contra del relajamiento y la diversión cuando realmente son necesarios, después de un periodo de actividad contribuyente. pero quienes de inmediato obtengan a esta clasificación en un tono de voz airado, clamando que las personas deben divertirse, se pone en evidencia al concederle un valor desmedido y anormal a ese escape.
Después vienen los fracasados a medias, difíciles de ubicar, tales como las bordadoras y tejedoras compulsivas, aun cuando aquí es justo aclarar que en ocasiones puede realizarse una ligera tarea que únicamente requiere destreza manual, mientras la mente se dedica provechosamente a la resolución de un verdadero problema. Todo lo que necesita para averiguar si la actividad rítmica se emplea en una forma o en otra es una absoluta honestidad con uno mismo.
Si sobreviene un tedioso estupor, o si, por otra parte, la complejidad de la labor es mínima, si apenas exige la suficiente atención consciente de manera que no sea posible establecer un ritmo automático, entonces, ciertamente, es muy raro que esta clase de ocupación pueda colocarse dentro de la categoría de una verdadera actividad creativa, o de que sea accesoria a ella
En cuanto a los conversadores insustanciales, podemos ver con más facilidad el que otros caigan dentro de ese grupo, que el que nosotros podamos ser incluidos en él. A veces nos sorprendemos al darnos cuenta de que hemos repetido la misma anécdota al mismo amigo y durante algunos días actuamos con cautela. Eso es un desliz menor. Ningún tono de voz evocativo, ninguna sonrisa forzada en labios de nuestro auditorio, nos detendrá cuando constantemente marcamos el tiempo con las palabras, cuando no cambiamos la misma ronda de temas, las mismas opiniones, que repetimos mecánicamente , las mismas observaciones, casi todas sin objeto, sobre las mismas situaciones recurrentes, la misma indignación automática ante los mismos abusos, las mismas aclaraciones para demostrar los mismos puntos de vista y unos cuantos argumentos tibios para reforzar lo que quizá en otro tiempo fueron opiniones, pero que ahora muy rara vez son algo más que prejuicios.
En ocasiones nos dejamos llevar por una afectación verbal tan pronunciada que el oyente objeta irritado, probablemente sea una gran suerte provocar a un amigo hasta ese grado. Si usted se da cuenta con sobresalto repentino de que constantemente pronuncia frases como, “quiero decir”, “por supuesto”, “me lo imagino”, ¿ lo ves?, “tú sabes” y “por cierto”, es probable que escuche su propia voz durante cierto periodo de tiempo y descubra que no sólo esas palabras y frases hechas surgen una y otra vez durante su conversación, sino que no hay nada particularmente nuevo o valioso acerca de las ideas que trataban de embellecer. En ésta, como en las demás categorías, es muy sencillo ver que algo anda mal cuando nos tropezamos con ejemplos crasos del problema; es obvio que un conservador histérico está mentalmente enfermo. Pero muy rara vez caemos en la cuenta de que existen formas más sutiles del mismo, que a menudo permanecen ocultas durante años, porque nuestras repeticiones tienen lugar ante un auditorio que cambia constantemente.
Aun hay otras formas más oscuras e imperceptibles de convertirnos en víctimas de la voluntad de fracasar, formas a las cuales introvertidos y extrovertidos son igualmente susceptibles.poe ejemplo, consideramos el incontable número de personas que deliberadamente emprenden una tarea que solo requiere una mínima parte de sus capacidades y adiestramiento, y que entonces trabajan en forma flexible, agotándose en detalles inútiles. Entre ellos están los que se dedican eternamente a tomar cursos de posgrado, presentándose un año tras otro en la universidad, como el Holandés Volador. Están los hijos e hijas, madres


Y esposas” abnegadas” (por alguna razón, los padres muy rara vez caen dentro de esta categoría, aun cuando puede haber un esposo ocasional), que dedican su vida a la vida de otros adultos, pero cuyos ofrecimientos, puesto que jamás han desarrollado verdaderamente lo que había de más valioso en sí mismos, no añaden ninguna riqueza, sino únicamente una comodidad sin importancia en la vida de los objetos de su “altruismo”. Están aquellos que emprenden una tarea a sabiendas de que esta mas allá de sus fuerzas, o se dedican a un ostentoso problema de “investigación”: por ejemplo, hay un hombre en Nueva York que desde su segundo año en la universidad se ha dedicado a recopilar datos biográficos acerca de un desconocido estadista italiano. Este pseudobiográfico en la actualidad anda muy cerca de los cincuenta años de edad, y ni siquiera ha escrito una sola palabra definitiva sobre esa vida.
Quizá la clasificación más extensa de aquellos cuya meta es el fracaso sea la personalidad del Fascinador universal.
Cuando se encuentre en presencia de de una mayor fascinación de la que exige la situación, seguro estará en lo cierto al decirse así mismo:”¡Ah, un fracasado” No se trata de una diatriba en contra de una bondad genuina, ni contra la amistad o la verdadera dulzura de carácter. Hablamos de los Harold Skimpole del mundo, del adulto lisonjero y atractivo, ya sea hombre o mujer, que insiste en ser aceptado por sus contemporáneos como solamente un encantador niño grande, irresponsable quizá, y no muy considerado, pero ¡tan increíblemente encantador, aun para los extraños! Están los embromadores caprichosos y los quejosos graciosos, y si son atractivos, de ingenio vivaz o divertido, tienen más posibilidades de tener éxito, al despertar una indulgencia momentánea, una ternura tolerante. Sólo al recapacitar, comprendemos que no existió ninguna razón válida para la emoción del momento. Un adulto sano no tiene necesidad de ternura a la indulgencia de todos sus conocidos casuales. Excepto en el caso de una conciencia culpable, nadie soñaría jamás en representar una farsa para obtener esta clase de reacción. Estas víctimas padecen una gran necesidad de trabajar en el cultivo del encanto, igual que los convictos trabajan picando piedra; deben mostrarse cada vez más encantadores para compensar sus atractivos menguantes, o de lo contrario enfrentarse a la verdad, reconociendo que no se han eximido de sus responsabilidades en una forma adecuada. Mientras su insuficiencia jamás se vea, excepto cuando se refleja en los ojos indulgentes de los demás, pueden seguir adelante sin reconocer el hecho de que están fracasando. Y así siguen, abriéndose paso en la vida a base de engaños, a menos de que por buena suerte lleguen a comprender quién es en realidad el que más sufre cuando ejercitan su encanto.
De manera que hay todas estas formas, y muchas más, de llenar nuestro tiempo con una actividad aparentemente sin propósito alguno, o con una rutina con un falso propósito, y todo ello es el resultado de someterse a la voluntad de fracasar.
Porque, recuerden, esas actividades únicamente tienen la apariencia de carecer de propósito. En todos y cada uno de los casos hay una profunda intención, que puede manifestarse en incontables formas.
Podríamos decir que la intención más obvia es seducir al mundo con objeto de que crea que vivimos de acuerdo con nuestras plenas capacidades. Esto es particularmente cierto en aquellos casos en los que la vida externa está llena de mil y una pequeñeces, o de una gran labor monótona desempeñada en forma concienzuda. Ciertamente, ¡nadie puede exigirnos que hagamos más de lo que hacemos! ¿Acaso no es tan obvio que estamos tan ocupados que no disponemos ya de un solo minuto, ni de un gramo de fuerza para hacer algo más? ¿Acaso no estamos obligados a desempeñar a fondo la tarea más monótona, insignificante y poco satisfactoria? esas son preguntas a las cuales sólo el individuo puede responder honestamente para sí mismo, por lo general, durante las horas de insomnio o de convalecencia, cuando la mente, que por lo común está tan absorta en asuntos triviales, encuentra tiempo para detenerse a reflexionar. A la larga, poco importa la forma astuta que empleemos para engañar a los demás; si no estamos haciendo aquello para lo que estamos mejor dotados, o si no hacemos bien la tarea emprendida como nuestra contribución personal a la labor del mundo, al menos en forma de una ocupación menor a la que nos dedicamos con ahínco, habrá en nuestras vidas todo un núcleo de infelicidad, que cada vez será más y más difícil no percibir a medida que transcurran los años.
Quienes malgastan su tiempo, los que lo pierden jugando y los que trabajan esclavizados tratan principalmente de engañarse a sí mismos, de llenar cada rincón y grieta de sus horas de vigilia de tal manera que no puede sitio alguno por donde pueda deslizarse la sospecha de futilidad. Durante la noche, por supuesto, aún están dedicados arduamente a ese juego, o están demasiado agotados para detenerse a considerar las realidades. Y sin embargo, tales victimas ofrecen un terrible espectáculo una vez que se les ve claramente como unos miserables dementes, amontonando una absurda acumulación de basura, de efectos diversos, de sensaciones, experiencias, manías y entusiasmos y emociones sintéticas, en el estimable cofrecillo de su única vida irremplazable.
Cualquiera que sea el propósito ostensible, está claro que en todos estos casos existe un motivo: la intención, a menudo inconsciente, de colmar a tal grado la vida con actividades secundarias o sustitutas, que no quede tiempo para realizar la mejor labor de que somos capaces.
En breve, la intención es fracasar.

No hay comentarios: