domingo, 6 de junio de 2010

CÓMO EVITAR LA TRAMPA DE LA COMPETENCIA


Esta lección puede abrirle los ojos a ciertas verdades acerca de sí mismo y de los demás, verdades que quizá nunca antes había considerado. Tomada del pers-picaz libro de Willard y Marguerite Beecher, titulado Bey ond Success and Failure, ataca un concepto que la mayoría de nosotros ha dado por sentado desde los primeros años de la juventud: la creencia de que la competencia es algo bueno para nosotros.
A todo lo largo de nuestra vida se nos ha dicho que debemos competir a fin de alcanzar el éxito y que si dejamos atrás a los demás, vendemos más o somos mejores estrategas que ellos, recibiremos grandes alabanzas por nuestras victorias y como recompensa nos serán entregados todos los arreos del éxito. Desde los terrenos de juego de los equipos de la Pequeña Liga hasta la sede de ventas de una gran corporación, el grito de guerra que se escucha sobre toda la faz de la Tierra es exactamente el mismo, "¡Derrote a los contrarios!" Y rara vez transcurre un solo día de nuestra vida, sin importar cuál sea nuestra edad o nuestra posición social, en que no nos encontremos compitiendo por algo, ya sea por una posición de reciente creación en nuestra empresa o por ese último sitio vacante en el estacionamiento del centro de compras.
¿Existe una forma mejor de vivir que no sea en el infierno lleno de tensiones de la constante competencia? Puede apostar su boleta de calificaciones a que sí la hay y la palabra clave es iniciativa. La iniciativa es todo lo que la competencia no es. Cada desafío que acepte, cada problema que resuelva, requiere una ini¬ciativa personal. La iniciativa produce una confianza en sí mismo, gracias a la cual usted se fija sus propias normas, en tanto que la competencia con los demás significa que usted permite que ellos le fijen sus metas, sus valores, sus recom-pensas.
Le suplicamos que lea esta lección muy despacio. Esté preparado para subra¬yar cada enunciación que le parezca contraria a lo que previamente le hicieron creer. Piense en los descubrimientos que hará aquí y en lo que pueden significar para su forma de comportarse en el futuro.
Recuerde, la competencia siempre depositará su vida en manos de los demás, mientras que la iniciativa le otorgará la libertad de elegir su propio destino...
La competencia esclaviza y degrada a la mente. Es una de las formas de dependencia psicológica más prevaleciente y, ciertamente, más destructiva de todas. En algún momento futuro, si no se supera, produce un individuo estereotipado embotado, imitativo, insensible, mediocre consumado y desprovisto de iniciativa, imaginación, originalidad y espontaneidad. Es un ser humanamente muerto. ¡La competencia produce muertos en vida! ¡Nulidades!
La competencia es un proceso o una variante del comportamiento habitual que se desarrolla a partir de un hábito mental. Se origina debido a nuestra necesidad de imitar a los demás durante nuestra primera infancia, pero es indicio de un infantilismo persistente si sigue dominándonos después de la adolescencia. Es señal de un desarrollo psicológico retrasado, una actitud pueril persistente de "Lo que el mono ve, el mono hace". Nos encontramos atrapados en la imitación.
Una vez establecida en órbita como una forma habitual de considerar las relaciones interpersonales, contamina todas nuestras relaciones. Se convierte en una forma de relacionarnos con el mundo, con los demás seres humanos y de enfrentarnos a las situaciones. La competencia es asesina, porque despoja al individuo de su iniciativa y responsabilidad personales.
El hábito de competir está tan difundido que muchas personas creen firme¬mente que se trata de una ley de la naturaleza. Con frecuencia se alaba a la competencia como si se tratase de una gran virtud que todos debemos desarrollar y este malentendido es muy costoso, puesto que las habilidades humanas única-mente se desarrollan en la forma adecuada a través de la cooperación, una condición del refuerzo. La competencia siempre va en contra de la cooperación y por consiguiente frustra a la iniciativa individual humana.
Esta infortunada incomprensión se debe al hecho de que las personas pare¬cen ver un parecido superficial entre iniciativa y competencia y muchas las consideran idénticas que es lo mismo que confundir un hongo venenoso con un champiñón. A menos de que veamos claramente la diferencia entre ambas, no podemos esperar evitar los males aunados a la competencia, puesto que trata de imitar a la iniciativa en todas las formas posibles. Pero queda la triste reali¬dad: competimos con los demás sólo en aquellas situaciones en las cuales expe-rimentamos temor y carecemos de iniciativa. Quienes pueden ¡actúan! Quienes no pueden, o no se atreven a actuar, imitan.
La iniciativa es la más preciada de todas las virtudes y es una necesidad vital para todos, puesto que todos los problemas humanos requieren una acción. Los problemas humanos no se resuelven cuando se carece de iniciativa personal. La confianza en uno mismo no es posible si no hay iniciativa y no podemos rea¬lizar nuestro propio potencial a menos de que confiemos en nosotros mismos, tanto física como emocionalmente. No hay nada que pueda ocupar el sitio de la iniciativa personal en la vida de un individuo. Esta es la razón por la cual concedemos un valor tan elevado a la iniciativa y al individuo que ha sabido desarrollarla.
La iniciativa es lo contrario de la competencia y la una significa la muerte de la otra. Es una cualidad natural de una mente libre. Es absolutamente espon¬tánea e intuitiva en su reacción al enfrentarse a cualquier situación a medida que se presenta como la acometida de un espadachín. La mente libre nos permite ser personas con una guía interna cuyas reacciones en la acción son automáticas.
Por eI contrario, la competencia es simplemente una reacción imitativa que se rezaba mientras espera las instrucciones de alguien mas cuya cabeza nos parece estar por encima de la nuestra y a quien hemos elegido para fijar el ritmo y la dirección de nuestra actividad. En síntesis, la iniciativa produce una acción es-pontánea, mientras que la competencia únicamente produce una reacción retardada ante el estímulo de un marcapaso.
La competencia surge de la dependencia, imitando a la iniciativa en una forma engañosa y nublando así nuestra comprensión. El individuo competitivo se entrena a sí mismo para dejar atrás a su marcapaso y al ver los resultados podríamos imaginar que está gozando de los frutos de la iniciativa. A menudo desarrolla tal actividad que da la impresión de ser dominante y competente. Corno resultado de su éxito, a menudo se le asigna a una posición clave, desde donde debe originar y organizar las normas dentro de una situación sin estruc-turar, la cual requiere un planeamiento o actividad independiente, imaginativo y original. En tal situación, no puede funcionar en forma inventiva, puesto que tónicamente se ha entrenado para exceder o imitar patrones existentes; no posee ninguna clase de libertad mental para crear o improvisar nuevas formas y pasa sus días de trabajo metido en aprietos y cayendo en trampas.
Para liberar a la mente del hábito de la competencia, debemos estudiar con todo detalle el proceso mediante el cual la mente se deja atrapar por la competencia. La forma de salir de una trampa es conociendo la forma en que está construida. Sólo entonces dejará de ser una trampa. La liberación de la opresión de la competencia yace en el incremento de la confianza en uno mismo ¡ya que la competencia sólo puede surgir de la falta de confianza! Es así de simple. ¡La confianza en nosotros mismos logra lo que la competencia jamás puede al-canzar.
Como ya hemos dicho, la persona competitiva convierte en marcapasos a todos aquellos que ve a su alrededor, colocando sus cabezas muy por encima de su propia cabeza. Al hacerlo, abdica a sus propios derechos de progenitura y, una vez, que ha abdicado de su propia iniciativa, entonces empieza a luchar para sobrepasar a quienes ha colocado por encima de sí misma. De esta manera cada vez se ciega más a sus potencialidades internas y con el tiempo llega a encontrarse absolutamente bajo la influencia hipnótica de los marcapasos que ella misma eligió. Se siente hipnotizada por ellos y se adentra en una condición de total de pendencia de una guía externa, en el sentido en que usa a los demás como si fuesen I perros lazarillos para guiarla. No se atreve a hacer uso de su propia intuición o de i su espontaneidad y de esa manera se encuentra en un estado de constante irresponsabilidad, sin ejercitar su propia mente, sino simplemente reaccionando a los demás. Si los demás aspiran pimienta, es ella quien estornuda.
Un anciano monje Zen, llamado Rinzai, resumió su impaciencia con tales individuos declarando:
Si en su camino se encuentran con el Buda, denle muerte... Oh discípulos de la verdad, esfuércense en liberarse de todo objeto... ¡Oh, ustedes, con los ojos de topo! Yo les digo: ¡Nada de Budas, nada de enseñanzas, nada de disciplina! ¿Qué es lo que buscan incesantemente en la casa de su vecino? ¿Acaso no comprenden que están elevando su cabeza por encima de la de ustedes? ¿Qué es entonces lo que les falta en su interior? Eso que poseen en este momento no difiere de aquello de lo cual está hecho el Buda.
Es evidente que el hábito de la competencia se basa en o está ligado a otro hábito, ¡al hábito de hacer comparaciones*. Nos comparamos ya sea por encima o por debajo de los demás. Tememos a quienes imaginamos muy por encima de nosotros, porque los consideramos como figuras de autoridad que están en posi-ción de bloquear nuestro progreso o de lastimarnos. Tememos a quienes creemos que están por debajo de nosotros, no sea que de alguna manera nos desplacen en un intento de llegar más arriba que nosotros. Y así la vida nos parece como un simple juego peligroso de destreza, en el cual siempre nos encontramos rodeados de enemigos contra los cuales de alguna manera debemos triunfar, levantándonos por encima de ellos. O por lo menos así lo imaginamos.
El infierno inherente de la persona competitiva es que en su propia mente se ha estampado el sello de segunda clase, carente de iniciativa y originalidad. ¡Un seguidor! Y es precisamente ese sentimiento el que lo impulsa inexorablemente a competir. La persona confiada en sí misma no experimenta deseo alguno de competir o de ponerse a prueba, ya sea delante de sí misma o de los demás. En breve, toda la competencia es un comportamiento de segunda clase, o deriva¬tivo; una espalda sin cerebro, incapaz de encontrar su propio camino o de esco¬ger su propio objetivo. Debe apoyarse y depender del marcapaso de su propia elección envidiosa.
La comparación engendra al temor y a su vez el temor engendra a la competencia y a una sola destreza. Creemos que nuestra propia seguridad depende de darle muerte a quien está por encima de nosotros, sobrepasándolo en su propio juego. No disponemos de tiempo para disfrutar de ningún juego de nuestra pro¬pia creación, no sea que perdamos terreno en nuestra carrera contra los demás para alcanzar una posición o una promoción. Y quizá ni siquiera descansamos, no sea quienes están por debajo de nosotros se nos adelanten durante la noche, cuando no estamos conscientes. Mientras más alto subimos, mayor será i nuestro temor de caer. Y así vivimos temerosos, sin importar si ganamos o per¬demos las escaramuzas cotidianas.
Este tipo de hipnosis es una forma de monomanía en la cual la persona se subordina a las órdenes de alguien más, a quien acepta como una figura de auto¬ridad. En consecuencia, nuestra dependencia total de esa persona nos conduce a una absoluta ignorancia de todas las demás señales que nos envía nuestro medio ambiente. Perdemos la capacidad de ver y de oír todo aquello que está plena¬mente visible a nuestro alrededor. Nos aferramos a las formas tradicionales del juego que esa persona nos induce a jugar, sacrificando así nuestra capacidad innata de reaccionar en una forma espontánea a las realidades a que nos enfrentamos en la vida. Podemos ver, oír o reaccionar sólo indirectamente, a través de los ojos y los juicios del marcapaso al que imitamos y obedecemos. Esta pér¬dida de la capacidad de ver, oír o reaccionar a la realidad emergente es el factor más perjudicial de la competencia y su ruinosa lucha entre dominio y sumisión. El deseo de obtener una promoción por encima de los demás y de alcanzar determinada posición personal es conducente a una degradante dependencia de la opinión de los demás y un patético anhelo de escuchar sus alabanzas. El deseo de una alabanza lleva consigo un terror de que los demás nos desaprueben y de esta manera la mente se ve esclavizada por el anhelo de la buena opinión de quienes están a nuestro alrededor. De manera que podemos decir que la necesi¬dad de un reconocimiento personal es sencillamente infantil.
Así, el individuo ambicioso y competitivo es un ser desgraciado que todavía se encuentra atrapado en el deseo infantil de llegar a convertirse en el hijo favo¬rito. Está de pie delante de los demás, presentando su tazón de mendigo suplicando su aprobación. Correrá, rodará, saltará, mentirá, asesinará o hará cualquier cosa que crea necesaria, a fin de ganarse la alabanza que busca. De alguna manera tiene que impresionar y por consiguiente adueñarse de la cabeza que ha colocado por encima de la suya. Puesto que todavía considera a la vida como un niño o como un ciudadano de segunda clase, todos sus esfuerzos por avanzar sólo sir¬ven para confirmar su forma habitual de considerar a los demás y atarse a ellos. Continúa a lo largo de esta senda hasta que alguien puede ayudarlo a romper el trance hipnótico que lo ata, demostrando lo que ha estado, y sigue, haciendo.

Una de las actitudes emocionales básicas que sirve de fundamento a la com-petencia es el sentimiento de hostilidad; no existe tal cosa como una competen-cia amistosa. Toda la competencia es hostil; se origina a partir de un deseo de alcanzar una posición de dominio y de someter a los demás. A su vez, el deseo de dominio se origina de un deseo de usar y explotar a la otra persona, ya sea psicológica o físicamente.

Este deseo de explotar a los demás nos coloca en pugna con ellos. Desorganiza la cooperación y perturba a los demás, ya sea por medios activos o pasivos. Insistimos en cambiar las reglas del juego para colocarlos en desventaja y conce-dernos una posición preferente. Nos irritamos con facilidad si las cosas suceden de alguna manera diferente a la que deseamos. Aquellos para quienes no pode-mos encontrar un uso nos parecen seres tediosos y experimentamos el deseo de pasarlos por alto o empequeñecerlos. Nos sentimos cómodos en compañía de los demás sólo cuando disfrutamos de una situación favorable y los demás tienen que alcanzar la mirada hasta nosotros.

El individuo competitivo siempre es un mal jugador; no puede soportar durante mucho tiempo cualquier situación en la cual no vaya a la delantera. Si tiene la impresión de que no puede ganar, se convierte en un aguafiestas y trata de arruinarles el juego a los demás, o pierde el ánimo y el interés en el juego y acaba por retirarse; o bien, sólo juega aquellos juegos o funcionará en aquellas situaciones en los que tenga buenas probabilidades de dominar.

El espíritu de competencia es lo opuesto al espíritu de juego. La persona competitiva es incapaz de jugar por el solo placer del juego, porque tiene que ganar, o bien, causar una buena impresión. Esto es fácil de ver con los aficionados a los juegos de cartas. El jugador competitivo siempre quiere ganar y gime o se siente desdichado si en el reparto le ha tocado una mala mano. Se sien¬te amargado e invadido por una gran autocompasión cada vez que pierde una jugada, culpando a los demás de su mala suerte. Si le toca una buena mano, entonces se regocija con ademanes de superioridad, tratando de que los demás se sientan envidiosos de su buena suerte. Para él, todo el juego es sólo un ejer¬cicio de odio; incluso está dispuesto a hacer trampas para ganar. Para él todo lo que cuenta es ganar, no jugar.

Se ha dicho que el mundo está dividido en dos: las personas que odian y los creadores, y es fácil comprender esto al observar a la gente cuando juega a las cartas. El jugador competitivo, en los juegos de cartas o en el juego de la vida, no experimenta alegría alguna; vive con el temor de que alguien lo humille. Pero la persona que emocionalmente confía en sí misma juega a las cartas con un
"espíritu de día de campo". Para esa persona no existe tal cosa como una mala mano, porque no le importa si gana o pierde en el juego; su alegría está en el proceso de jugar y para ella una mano es tan interesante como la otra, ya que ninguna es igual a la anterior. Su placer consiste en ver exactamente qué patro-nes fascinantes surgen a medida que avanza el juego y en dónde puede acomodar sus cartas en ese flujo de circunstancias cambiantes. Juega en forma intuitiva y sin temor alguno, pues está libre de cualquier necesidad de ganar o perder. Toda su mente está en libertad de disfrutar cualquier cosa que sucede, y puede arries¬garse como más le agrade en sus jugadas, o bien, seguir cualquier corazonada que tenga respecto a la forma de jugar su mano. Su única meta es ver qué sucede, explorar y descubrir potencialidades, no probarse a sí misma.
En resumen, la persona competitiva opera por un constante temor. El temor siempre nos limita y nos degrada. Jamás podremos lograr nuestra capacidad po-tencial en el ambiente de temor que engendra la competencia. La dependencia conduce al temor; el temor conduce a las comparaciones; las comparaciones con¬ducen a la competencia y después la competencia nos destruye al degradarnos hasta llegar a la imitación, el conformismo, el infantilismo o la mediocridad. La dependencia y la imitación jamás son conducentes a la creatividad y la independencia. La libertad sólo llega cuando no colocamos ninguna cabeza por encima de la nuestra.

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